Esperando al ave
Encorvada y cansada, sentada en la orilla de su cama, la vieja esperaba atenta, paciente. 
Como cada día, se despertaba a las 6 de la mañana, sus ojos se abrían automáticamente, sin necesidad de mirar el despertador para confirmar su puntualidad.  
Poco a poco movería sus pesadas piernas hasta tocar el piso. Su espalda se iba levantando con el apoyo dudoso pero eficaz, de sus brazos cansados. Se arrastraba con pasos miniaturas hacia el baño para lavarse las manos y la cara. Luego volvería al cuarto para hacer su cama. Las sabanas olían a limpio y a lavanda, sin ningún despliegue; tal y como su madre a finales del siglo pasado la había educado. 
Zapatos lustrados de cera y labios color carmesí, estaba lista. Desde su ventana miraba la vida pasar. Escuchaba también el murmullo y los regaños de los vecinos a sus hijos que, sin perder ocasión, provocaban malestar desde las primeras horas del día. Los sábados eran los días de música y corchos de vino y champán; los domingos al medio día, sobre todo cuando salía el sol,  se oían, sin pudor alguno, gemidos y gritos de pasión.
Ella percibía a todos sin conocerlos. Imaginaba vidas, relatos e historias. En su cabeza había una y mil noticias, pero ese día, sin saberlo aún, sería la protagonista de una de ellas.   
A las 11 menos diez, sin nada más relevante que el ruido de los carros, un cuervo se detuvo en el borde de su ventana, espacio perfecto para hacer una pausa después del vuelo. La vieja quedó maravillada con el brillo de su negrura y solemne presencia.  El ave volteó a verla fijamente y se fue. 
Inmóvil y fría, con su mirada perdida, dudó varios minutos antes de encausar la ardua tarea de volverse a mover. Se agachó con mucho esfuerzo para agarrar la maleta previamente preparada que se encontraba justo abajo de su cama. La abrió con cautela, con sus manos temblantes, observando cada objeto, souvenir de alegrías guardadas. Estaban ahí también un juego de tacitas de té y el peluche preferido de su hijo Arthur. La postal que llegó desde Saint-Tropez, Francia, donde aún se leía claramente un “te extraño”. Algunas fotos de bodas, de bebes y casas grandes con jardines se empalmaban unas sobre otras. 
Removiendo las piezas empapadas de valor sentimental, tomó en sus manos el retrato con marco de madera y detalles de hoja de oro. Sus ojos, antes apagados por la cobardía, clavaban su atención como dos disparos de luz fluorescentes. Las lágrimas pesadas resbalan por su cara y limpiaban sus arrugas. Besó tiernamente aquel recuerdo mientras sollozaba tan aguardado futuro reencuentro.

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